Mi nombre es Cristal, o al menos así me llaman ahora. Durante mucho tiempo, no tuve un nombre. Vagaba por la carretera, siempre alerta, con el viento soplando fuerte y el sol quemando mi piel. No sabía de caricias ni de comida segura, solo de correr, de evitar coches y de buscar en la basura algo para calmar el hambre.
Recuerdo que las noches eran lo peor. El frío se metía en mis huesos y el ruido de los vehículos nunca me dejaba dormir tranquilo. A veces, me dolía todo el cuerpo, pero no podía parar. La carretera no perdona, y cualquier distracción podía ser el fin.
Un día, mientras buscaba refugio bajo un viejo puente, unas personas se acercaron a mí. Al principio, me asusté. No estaba acostumbrado a que me hablaran con suavidad o a que extendieran las manos sin querer hacerme daño. Me subieron a una camioneta, y pensé que era otro viaje sin destino. Pero cuando llegamos a ese lugar, algo en el aire era diferente: había calidez, voces amables, y otros perros que no parecían tan tristes.
Ahora estoy en rehabilitación. Me dicen que estoy aprendiendo a confiar, a no temer a cada ruido fuerte y a disfrutar de la comida sin sentir que debo correr. Mis patas ya no duelen tanto y me han prometido que pronto podré vivir con una familia que me quiera, que me dará un hogar sin peligros ni carreteras interminables.
No sé cuánto tiempo me queda aquí, pero por primera vez en mucho tiempo, tengo esperanza.